Nevermore

El día amaneció gris a pesar de la época estival, como coqueteando en la sombra con tormentas remotas, pero tú, de alguna manera, ya sabías que aquel día estaría marcado por la lluvia, quizás, porque la llevabas dentro.
Antes de salir de casa aseguraste que habías quedado con una amiga, en cuya mención se adivinaba el humo desvaído de las mentiras, o puede que de las verdades a medias. Te dirigiste con la mirada perdida hacia tu refugio más querido, al que acudías siempre que no sabías hacía dónde encaminar tus pasos, aquel sitio donde creías que se encontraban tus padres.
Los cipreses te dieron su estática bienvenida, que a ti se te antojó teñida de presagios, pero ¿para quién no son un augurio? Caminaste entre las lápidas con paso vivo, con la única intención de llegar cuanto antes a su lecho subterráneo. Una vez frente a sus nombres tallados en el granito, te dejaste caer sobre su sábana de piedra, entregándote a su presencia protectora. Como en un conjuro, el cielo comenzó a deshacerse en finas lágrimas sobre tu cuerpo tembloroso, empapando tu rostro de anhelos y recuerdos no vividos, o quizás no era la lluvia la que inundaba tus ojos, siempre te has guiado por verdades a medias.
Ahora que estabas en el lugar adecuado, y que el cielo te daba su visto bueno para hundirte en historias imposibles y emociones castradas, dejaste que su recuerdo se apoderase de tu mente, aunque, en realidad, nunca la abandonó del todo desde aquel momento en que te dijo adiós y se marchó, hacía tan sólo unas semanas. Tú las habías contado una a una, con sus días y horas respectivas, pero es mejor decirlo así, en abstracto, porque de ese modo podemos jugar con el tiempo, y es que quizás ya hacía demasiado que se había ido, suficiente al menos para secar el presente.
Recordaste sus finas manos, que los poetas más ilustres habrían calificado de seda, su cabello castaño peinado con despreocupación, sus profundos hoyuelos que prometían mundos de fantasía, aquel gesto tierno que regalaba cuando había cometido una travesura y su olor… ése por el que habías acudido a una tienda a comprar su viejo perfume, convertida de pronto al fetichismo más rancio. Rememoraste vuestras tardes de paseos por el Retiro y la huella de vuestras noches en la cama, también aquellas mañanas que dedicabais a leer poemas, sobre todo los de Poe, porque a ella le encantaban sus composiciones, su esencia oscura y bella.
En medio de estas cavilaciones sonó una extraña frase que cortó la escena: “Nevermore”. Era su voz, que parecía llegada desde ese otro mundo que se encontraba tras sus hoyuelos. Cuando tus pensamientos dejaron de temblar te acordaste del teléfono móvil, en el que ella había grabado con su voz la mítica palabra del poema The Raven. “Para que siempre te acuerdes de mí y de que lo que tenemos no tendrá un ‘nunca jamás’” te había dicho.
Sacaste del bolso el libro que te regaló en vuestro primer aniversario y leíste el poema del cuervo bajo aquel cielo desconsolado. Según avanzabas por sus palabras labradas en tinta, su esencia se iba deshaciendo con el agua, volviéndose su texto de un gris desvaído e irreconocible. Paraste de leer y guardaste tu objeto único de nuevo en el bolso, antes de que perdiese para siempre su esencia, ya del mismo matiz que la de tus padres, a los que sentías preocupados por tu dolor.
Cogiste el móvil una vez más y escuchaste de nuevo la máxima, con la ironía clavada en el ánimo y volviste una vez más a hacer sonar su palabra, primero para a oír su voz, después para dejarte marear por su sentencia cruel. Sin necesidad de escuchar más veces la frase, su condena retumbaba en las paredes de todo tu ser. Dejaste caer el móvil a la tierra mojada, mareada por la angustia, y fue allí, desde lo alto de la lápida, donde viste el contenido del mensaje.
Era de una antigua novia, aunque no acertabas a comprender el texto del mensaje a esa distancia. Cogiste el teléfono del suelo, manchándote de barro la mano, y lo guardaste en el bolsillo. Miraste pensativa los nombres de tus padres grabados en la piedra, unidos para siempre en aquel granito imperecedero. Entonces volviste a recordar, pero una historia diferente, aquella de los gritos y las discusiones, la de las imposiciones y las noches en vela, la de las disculpas a destiempo y el abandono.
Te levantaste de la lápida y miraste el cielo. Había dejado de llover en algún momento, puede que en realidad ni siquiera hubiese llovido. Volviste a sacar el libro del bolso y lo dejaste sobre la lápida, aquel parecía su sitio.
-     Nevermore.
Murmuraste en silencio, para después caminar de vuelta a casa, donde contarías una verdad a medias, de esas que te encantan.

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